Había una vez un puente, que nació en la imaginación de alguno de los
habitantes de la Isla Paraíso que uniría, por fin, esa sagrada tierra con el no
tan sagrado continente.
Alguien escuchó mencionar aquello, seguramente en alguna parte, y comentó
el suceso.
Así, de boca en boca, la noticia atravesó el mar y llegó al mentado
continente, donde viven unas gentes que se asaltan, se roban, se embaucan, se
encierran en casas con rejas y candados, se venden porquerías que no sirven
para nada y pasan gran tiempo de su vida sentados, en una poltrona, y mirando
una caja cuadrada de vidrio donde muestran puras leseras que tienen como
objetivo entontecerte un poco más cada día.
La gente de la Isla Paraíso, con su aire limpio y su cuenta en el
almacén de la esquina, sin estrés ni papilla de tranquilizantes, sin seguro
para la cartera o los zapatos, se convenció, nadie sabe como, que el puente era
su salvación, de tampoco nadie sabe qué, porque a la gente de la Isla Paraíso a
lo mejor le faltaba un buen hospital, algunos colegios y una Universidad, pero
tenían una preciosa vida limpia y mágica, lo que no es nada de poco dada la
calidad de mundo en el que a medio vivimos o tratamos de a medio vivir.
Y la gente del continente construyó el puente (utilizando el dinero de los habitantes de la Isla Paraíso, por supuesto) y llegaron los ladrones, los vendedores de pomadas, los asesinos de árboles, los multiplicadores de salmoneras, los abusadores de buzos, los violadores de niños, las satánicas máquinas de un casino y la estridente música de las guitarras distorsionadas, venidas de otras latitudes, que se tragaron los bellos sones de sus valses y así murieron sus bailes preciosos y su cocina fue reemplazada por comida de plástico, con cáncer incluido y alguna que otra bacteria o epidemia nueva.
Y la gente del continente construyó el puente (utilizando el dinero de los habitantes de la Isla Paraíso, por supuesto) y llegaron los ladrones, los vendedores de pomadas, los asesinos de árboles, los multiplicadores de salmoneras, los abusadores de buzos, los violadores de niños, las satánicas máquinas de un casino y la estridente música de las guitarras distorsionadas, venidas de otras latitudes, que se tragaron los bellos sones de sus valses y así murieron sus bailes preciosos y su cocina fue reemplazada por comida de plástico, con cáncer incluido y alguna que otra bacteria o epidemia nueva.