Y vino una vieja gorda, desde la lejana Galia,
y nos vendió unos quesos mágicos que no eran hechos de leche, como todos los
quesos, ni salían de una vaca, como toda la leche, sino que se fabricaban con
unos polvos que salían de unos sobres, que tenían una vaca pintada en la parte
de afuera.
Y la gente para comprarle sus quesos, empeñó
lo que tenía, vendió lo que no tenía, pidió créditos, préstamos, etc., y se
embarcó en el fantástico negocio de los quesitos mágicos que había traído la
vieja, gorda, que vino de la lejana Galia.
Le hicieron fiestas, a la vieja.
Le hicieron regalos, a la vieja.
La regalonearon, a la vieja.
La pasearon por el país, a la vieja.
Y ella contaba el cuento de sus preciosos quesos.
Pasado algún tiempo, cuando todo el mundo
estaba endeudado y le había dado hasta los sagrados ahorros de los niños (a la
vieja) la vieja desapareció. Desaparecieron los quesos y lo más terrible fue
que desapareció la plata, de la cual algunos dicen haber tenido noticias
llegadas desde el fondo de la cartera de la vieja.
Dicen que la han visto en su lejana Galia.
Dicen que, antes de por aquí, pasó por otras partes e hizo lo mismo. Dicen
muchas cosas y, al final de cuentas, los quesos sólo sirvieron para enriquecer
a la vieja, porque siquiera para comer ni soñarlo.
Hace unos días la entrevistaron en la
televisión y conocí a la vieja. Debo reconocer que no le encontré nada de
extraordinario exceptuando, por supuesto, su tremenda e increíble cara de rajez.
La vieja de los quesos ha pasado a formar
parte de nuestra historia… de nuestra preciosa historia.