De viaje por el Sur de mi país veo llover y el canto
del agua me lleva hasta el tiempo de la infancia cuando era hora de ir camino
del colegio con mi capa de agua y mis botas de goma.
Al parecer mis padres se ocuparon de que no me faltara
nada y de que corriera los menores riesgos posibles ante la cruenta naturaleza
de los inviernos sureños.
Mi madre quería que fuera un gran doctor y mi padre
quería que fuera cualquier cosa, pero dentro del rango de los profesionales de
clase A.
Y yo resulté cantor de las cosas del pueblo (ni
siquiera de las cosas de la gente de clase A).
Tal vez ellos, con su insistencia, me empujaron a que
no me gustaran los ricos.
Y yo entiendo que no debería ser así, pero no me
gustan y por eso no les canto.
En algunas horas subiré al escenario del Teatro de la
Universidad de Concepción y, cuando esté allí desgranando mi copla, recordaré
mis horas de lavaplatos en el famoso “Llanquihue” o mi tiempo de obrero de la
construcción en el naciente Edificio Aníbal Pinto.
Recibo una llamada de un periodista del diario “El Sur”
y hay un reportaje en el diario “Crónica”, de esta tarde, donde hablan de mí.
Yo vendía el Sur en las mañanas y la Crónica en la
tarde, cuando era el tiempo de vivir en esta ciudad, y en la noche cantaba en
la Radio Simón Bolívar y era artista y mi cuaderno se iba llenando con los
versos que hoy cantaré en este famoso teatro donde sólo actúan los artistas
famosos.
Y la clase media llegará a aplaudirme y a escucharme.
Tal vez algún obrero y su mujer también lleguen, pero es el punto más alto de
la escala social hasta donde subo.
Pero anoche cantaba en Tomé para un público que bebía
cerveza y que estaba sacado de los estratos populares, me abrazaban y me daban
la mano y me reconocían como uno de ellos.
En algún momento me quedé de obrero para siempre y,
aunque tengo un pasar de clase media, me siento más obrero que “empleado”.
Pero la lluvia del sur no hace diferencias y es
hermosa para todos y cruel, a veces, para sólo con los más desposeídos.
Yo vivía en una casa donde el sector se inundaba y
había que ir a comprar el pan metido en el agua, hasta la cintura.
Mi mujer esperaba mi primer hijo y la familia Rojas
vivía un poco más allá.
(Hoy sólo queda Carlos Rojas, pero nunca lo he podido
ubicar ni se ha acercado a mí jamás).
Wenceslao murió hace poco y nunca he podido dar con
alguien de su familia para decirles cuanto he sentido su partida.
Y así me voy quedando sin la gente que me quiso y que
me lo demostró hasta en los más mínimos detalles.
La lluvia del Sur me lleva hasta las calles de
Chiguayante y vuelvo a cargar a mi pequeño hijo, en brazos, mientras el
invierno me golpeaba las espaldas con sus varillas heladas que se escurrían por
el cuello de mi camisa hasta mi espalda joven.
Pero yo tenía pocos años y mi hijo estaba casi recién
nacido, de modo que no contaba con más protección que la mía y mi corazón
sentía que debía protegerlo y eso hacía.
Hoy ese hijo tiene 45 años, me ha dado dos nietos, y
estará conmigo en el escenario con su guitarra firme y compañera.
Yo soy un viejo de bigotes blancos, de pelo canoso y
escaso, todavía mi voz suena con cierta autoridad y mi canto sonará más fuerte
que la lluvia o la lluvia dejará de caer para escuchar también el canto del
hombre que, a pesar de su pequeñez, no se doblega ni se quiebra.
Mi Cuaderno de Viajes recibe mis palabras y estoy
solo, inmerso en la soledad del viejo cantor que se pasó la vida pegado a sus
canciones, en vez de andar haciendo amigos para el tiempo de hoy.
Tal vez algún día te cuente del viejo del espejo
mientras la lluvia cae, eternamente, sobre esta tierra sureña a la que quiero
tanto.
Tal vez algún día lo haga…